I
Había ido al parque. Es un buen lugar para leer. Uno nunca llega a compenetrarse totalmente con el texto (en realidad no hay ningún lugar donde me pase eso) pero se disfrutan más esos momentos en los que apartas los ojos de las palabras. Hay muchas más cosas para mirar que en el escritorio de mi casa, y eso es decir mucho, cuantas veces me dedique a casar a todos mis G.I. Joe con las muñequitas de mi hermana. Y a la hora de analizar la situación que te rodea se te agudizan los sentidos, por aquella pequeña práctica intelectual que llevás a cabo.
Tenía entre mis manos un texto de Michel De Certeau, de la materia Seminario de Cultura Popular y Cultura Masiva, La Belleza de lo Muerto: Nisard; analizaba la cultura popular de fines del siglo XVIII, y decía algo así como que cuando los intelectuales la estudiaban la mataban, le quitaban su esencia, o algo por el estilo, dije que no estaba muy inmerso en la lectura. Espero que en la clase de hoy me despejen las dudas.
Atravesé las carcelarias rejas que encierran al Parque Centenario, y como siempre miré con miedo hacía dentro de esas garitas que están en las puertas, parecen esas torres de vigilancia que rodean las penitenciarias. Caminé un par de metros esquivando los charcos de agua y cuando encontré un asiento libre me senté. No era de lo mejor, no tenía respaldo, y pronto la sombra de un árbol me iba a quitar el poco sol que se asomaba en esta triste tarde de invierno. Antes de sacar las fotocopias de la mochila (jamás un libro en sociales) derrame una mirada sobre la inmensidad del parque.
Una mujer rubia de rulos, sentada en el cordón que separa el pasto del camino que rodea el lago, abrigada con una campera de jean con corderito, tomaba mate sola. Me tenté a preguntarle si quería que la acompañase, pero agudice la vista y descubrí que esa dulce mujer que había despertado mi atención era más bien una señora que no tentaba a romper prácticas sociales, seguí siendo un extraño que no le ofreció compañía. Por detrás de ella, se escuchaba el ruido de unas guitarras, que sólo llegaba a mí en el instante que en mi mp4 pasaba de un tema a otro; no logré saber qué tocaban y mucho menos si lo hacían bien. Aunque esto difícilmente lo podría haber descubierto aún si no estaba escuchando música.
Más alejados, a mis espaldas, venían sonidos de algo que pretendía ser una batucada, me molestaba porque a veces sonaban más fuerte que mis auriculares. Diagonal a mi posición, unos treinta metros dos jóvenes intercambiaban caricias, a el se lo veía más juguetón que a ella, y por lo que vi cuando se iban y pasaron frente mío tenía con que jugar.
Los bancos que rodean el espejo sucio de agua, tenían todos personas encima. No discriminaban, individuos de diferentes edades y sexos apoyaban sus traseros. En las escalinatas de enfrente del lago había un grupito dándole a los verdes. Tres pibes y tres pibas. Me detuve un rato a observarlos, para ver si eran de la facultad, cualquier excusa valía para evitar agarrar lo que tenía que leer; y aparte es como un hobby ver gente joven y tratar de imaginarme que estudian (algunas personas coleccionan estampitas).
Ahora llegando al final de la descripción del estado de cosas que vi en el parque, descubro que casi olvido a dos personajes estelares en esta historia. Eran los primeros en los que había depositado mi mirada apenas me senté. Dos chabones de alrededor de veinticuatro años, lo que mi hermana, que votó a Macri, llamaría “dos negros cabezas”. Ropa deportiva que parecía que hacía un par de años no se sacaban, tal vez en ellas encontraban su identidad. Uno con campera rompevientos negra, peladito con un mechoncito morocho que alguna vez Palermo popularizó, pero rubio; el otro buzo bordo, de esos que usaba para hacer gimnasia en la secundaria. Estaban recostados sobre una escultura, una obra de arte difícil de describir para alguien que como yo entiende poco sobre el tema, pero me voy a arriesgar postulando que era: Un juego de formas femeninas desnudas, algunas de cuerpo entero y otras que se perdían hacía el centro, con unas especie de mantas que las envolvían, algo así como un esperpento, desagradable a la vista que se erigía frente al lago.
Yo hubiera apostado que estos dos tipos estaban fumando marihuana. No sólo porque tengo problemas con el juego y apuesto sobre cualquier cosa, sino que si yo fumaría, ese lugar sería perfecto. El campo visual que posee te permitiría divagar sobre ciento de personajes y hechos que le dan ese gustito tan especial al parque.
II
Finalmente, después de terminar con mi obsesiva necesidad de perder el tiempo viendo a mi alrededor, me puse a desasnar. Mientras navegaba sobre el turbulento mar de frases que chocaban en mi cabeza como olas y se iban sin dejar rastros, pensaba en ella. ¿Quién es ella? siempre hay un “ella”, para qué ponerle un nombre si tal vez en una semana, un mes o varios años ese “ella” cambie su contenido.
Ya faltaba poco para terminar cuando veo que un banco con respaldo se había desocupado. Me dirigí a él, prometía al menos media hora más de sol, y aparte se encontraba a escasos metros del lago, del centro del parque, del escenario de donde se presentan las obras más atractivas que hacen de la cotidianeidad un hecho que nunca se repite. Me senté y en mis oídos ya sonaba No Te Va Gustar. En está posición se había aumentado mi capacidad perceptiva del lugar, pero antes de ampliar mi análisis, respiré profundo y decidí hacer un esfuerzo: Terminar mi lectura. Y sin mucho sudar, lo logré, aunque en el último párrafo haya puesto releer, mis ojos habían pasado sobre él con una displicencia digna de competir en algún campeonato internacional de displicencia.
III
Antes de pasar a mi siguiente lectura, todavía me quedaba, y me queda, mucho por leer, le di libertad a mi vista y a mi mente para que vuelen un rato por ahí. Me llamó mucho la atención una adolescente, de pelo lacio largo, muy largo y muy lacio. Llevaba puestos unos pantalones violetas, bastante gastados, grandes como una sábana. En si llegué a la conclusión que esa prenda de vestir era el hijo no reconocido entre el jogging y las polleras de bambula. Divagando un rato volví hacía mis años de estudiante secundario, si alguna de mis compañeras hubiera tenido ese look, seguramente me habría caído muy bien, tanto que en la ebullición adolescente me habría enamorado.
Corrí los pies para que pueda pasar una joven madre con su hijo. Cambié el ángulo de visión, y reencontré a los chicos de la escalinata. Las tres pibas que tomaban mate mantenían una coherencia estilística: seudohippie - fanas de los piojos. Pero los pibes eran muy diferentes, uno hasta estaba tomando Gatorade. Otro pasaba desapercibido, no tenía señas particulares, es más detrás de los otros dos parecía un segundón. Y el tercero era bastante peculiar, parecía uno de esos negros que aparecen en los vídeos de Hip-Hop de 50cent, con la única diferencia que no era negro. Boina de pimp, buzo cangurito, tres talles más grande, anillos en todas las manos y barba recortada que iba por lo límites del rostro hasta morir en un chiva bastante trabajada. Otra señora, ahora con su hijo en un carrito, volvía a hacer que me reacomode. Las chicas habían desaparecido, ya no me interesó seguir observándolos.
Una mina se ponía en posición para sacarle una foto a un pato del lago, y eso me llevó a disertar sobre la presencia de animales en el medio de la ciudad. Cuando digo animales exceptuó a perros y gatos, que ya están tan socializados que deben odiar la ciudad tanto como yo. En cambio los patos no, esa vida seudo silvestre que tienen me atrapa, es como un golpe de aire puro entre tanto smog. Puede que magnifique el fenómeno, ya que el pato es un animal de granja, y su libertad dura tanto como una latita de paté en mi casa, pero no me importaba quedar como un exagerado porque sólo hablaba con alguien que acababa de inventar en ese instante, un amigo invisible. Tal vez a la señora que intentaba sacar la foto le pasaba lo mismo; quería llevarse ese recuerdo para verlo y sentir ese golpe de aire desde el confort del hogar.
Pero ese pibe que estaba en las escalinatas, con su boina, se le pasaba por delante ¡Qué molesto!, la gente no se da cuenta que ya desde fines del siglo XIX la fotografía es una cuestión de segundos ¿qué le costaba esperar? Pero no, él avanzaba, caminaba como uno de esos matones de los videos clips, y por un ratito se me fue el enojo y me reconfortó que mi primera impresión se acercaba mucho a la realidad. Hacía ademanes con la mano, como invitando a pelear a alguien, delante de él no veía a nadie. Movía su boca como si estuviera gritando. Detrás venía el segundón, con su campera de baseball verde, su compinche en esta bravuconeada. Caminaban hacía la estatua.
IV
- ¡¿Qué andás boqueando?! ¡¿Te la bancás?! Vení puto.
Y yo, ahora que quiero reconstruir todas las palabras me doy cuenta que no me saqué los auriculares. Vi todas las imágenes con sonidos que no le eran propios.
El Hiphopero se plantó frente de los dos pibes que para mí degustaban de un porro. El compinche los rodeo por atrás de la escultura. Los hizo pararse. La gente que estaba sentada por ahí empezó a huir, por fin se callaban las guitarras. Por los movimientos comprendo que la cosa era entre el Hiphopero y el Peladito, y el segundón se le planta al otro, el del buzo bordó, el amigo del que para mí tenía que pedir perdón y retirarse integro; por medio de gestos le dice que ellos dos estaban fuera del combate.
El Hiphopero ni siquiera se sacó la boina, lucia muy seguro de su victoria. Se puso en posición de pleito, muy poco profesional, con los puños por delante de su vientre y dando saltitos muy ridículos para atrás, ni Facundo Arana hubiera imitado tan mal a un boxeador. Pero nunca dudé que iba a ganar la pelea, no se le caía una gota de nerviosismo, él y su compinche habían ido a buscarlos. Y todo indicaba que le iban a dar su merecido con sus posiciones altaneras, y así vengarse por haberlos boqueado.
El peladito, ya me había conmovido por su valentía, ya que se dirigía a algo que parecía consumado de antemano. Flexionó su cintura, tiró su torso para el frente, puso los puños por delante de la cabeza, y se abalanzó hacía el hiphopero. Ya tenían la atención de todo el parque, eran los protagonistas del día.
Entablaron batalla, un par de piñas, una que otra patada, se entrelazaron y antes de caer al piso el peladito parece darle un par de rodillazos en la cabeza. Dieron un par de vueltas por el barro, y se volvieron a poner de pie. Ya estaba sorprendido por el aguante del peladito. “Está durando más de lo esperado”, me dije para adentro, ya que no podía intercambiar miradas con nadie, todos estaban absortos con lo que sucedía. Otra vez se volvieron a entrecruzar, y el Peladito le agarra la capucha del buzo, y mientras sus contrincante trataba de liberarse de esta trampa mortal todos sus golpes se dirigieron a al cabeza de su oponente. Finalmente cayeron al piso y el Hiphopero pudo deshacerse de su buzo. El Peladito le bailaba enfrente bamboleando su trofeo de guerra, sin encontrar respuesta alguna.
Ya no me sorprendía la valentía del Peladito, sino más bien la valentía infundada del Hiphopero. Si sos tan malo como para ir a buscar a un chabón que está sentado en un parque sin hacer, y en un principio trata de esquivar el pleito, tenés que tener más condiciones. No podés quedar arruinado a los tres minutos de lucha sin haber prestado resistencia alguna.
El Peladito ya parecía satisfecho, el Hiphopero sólo tenía que admitir su caída estrepitosa y retirarse, no sólo derrotado, sino también boludeado. Pero para placer de todos los que nos llenábamos los ojos con este espectáculo, arremetió a matar o morir, y como era de esperar murió. Cayeron detrás de una ligustrina. No se podía ver qué pasaba, pero el segundón le pedía al amigo del peladito que lo pare, ya no daba para más, eso era abuso, pero no lucía muy convencido, sabía que en su lugar no hubiera hecho nada para detener la destrucción del rival. Cada tanto sobresalía la cara del pelado que con algunos movimientos de hombro me hacían pensar que lo estaba arruinando.
v
Para ese entonces el Amigo ya estaba apurando al segundón y había aparecido el tercero, el de la botella de Gatorade, pero ambos retrocedían con la cabeza gacha y una posición de manos que parecían implorar perdón. El Peladito se cansó de pegarle al Hiphopero, y los dos se pararon. Uno exultante, con el éxtasis propio del vencedor fluyendo por todo su cuerpo; y el otro con su rostro lleno de sangre. El Peladito se acerca al segundón y también lo hace retroceder, siente el poder de sus puños. El Hiphopero que no logra volver en sí, sigue tambaleándose y no atina a irse. ¿Para qué? vuelve el peladito y se despacha con un par de trompadas directas al rostro. Y al ver que no tiene reacción disfruta de hacerlo correr hacía atrás. Le devuelve el buzo, pero no los anillos que recoge del piso.
El Hiphopero, el segundón y el tercero, que su valentía sólo le permitió aparecer cuando todo estaba casi terminado, se van, se alejan como pueden, sobre todo el Hiphopero que arrastra los pies. El Peladito nos mira a nosotros, pone cara de que la obra ha terminado y abre los brazos como esperando los aplausos, a mí se me escapa una sonrisa, como no recibe lo que él espera grita:
- Esos tres son transas. Estaban vendiendo porro y pastillas – y después dirigiéndose a sus vencidos – Tomatelas transa, te re cabio.
Y extendía los brazos y les tiraba besos mientras hacía danzar a su pelvis.